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Flores del desierto -Nura saharauia-

La organización DentalCoop sigue con sus actividades solidarias en el Sahara. La Dra. Shi Ming Chu comparte, a través de este relato lleno de sentimientos, su experiencia como dentista voluntaria. Un viaje del que vino cargada de vivencias profesionales, pero sobre todo personales.

Nuestros amigos saharauis se llamaban a sí mismos «Hijos de las Nubes» porque en su hogar no conocían fronteras, y desde que tienen memoria habían seguido las nubes que contienen el tesoro más preciado del desierto. Sin embargo, desde hace 40 años persiguen la justicia, que actualmente parece más esquiva.

Como bien saben las mujeres y los hombres del desierto, los camellos, aunque se pierdan, tienen muy buena memoria y siempre vuelven a donde han bebido agua. Así que, como los camellos, juntos de nuevo a merced de nuestros 4×4 volvíamos a correr atravesando la hammada, el desierto de los desiertos, rumbo a los territorios liberados del Sahara Occidental persiguiendo aquellas nubes.
Al volante observaba en los retrovisores cómo aquella línea divisoria entre el cielo y la tierra se extendía abrazándonos más allá de los 180º.

La aridez del desierto es bien conocida, por lo que ninguno de nosotros acabó de creerse el espectáculo que se presentó ante nosotros. Era febrero, y el otoño anterior había sido uno de los más lluviosos de los últimos años. Y gracias a aquellas lluvias, el desierto estaba cubierto por un inmenso manto de flores silvestres. ¿De dónde había surgido toda aquella vida escondida? Nos detuvimos a oler las flores que brotaban por doquier. Divisando más allá del muro se escondían aquellas exóticas nubes cuasi japonesas en forma de olas alineadas en fila una detrás de otra.

El cielo era un cuadro oriental. Se formaban perlas plateadas en el cielo y a lo lejos colgaba un doble arco iris. Comenzaban a caer grandes gotas de lluvia cálida. Se hacía de noche y todos nosotros, excepto Cristian, que dormía como una marmota, parecíamos niños jugando a los videojuegos frente a la tele, esquivando los charcos de barro, y siguiendo aquel sinuoso camino a Tifariti en los vehículos todoterrenos. No se veía nada más allá de las luces de corto alcance. Abba advirtió que fuéramos con cuidado, que no había coche bueno en el desierto. Ya de noche, sin referencia espacial, pasamos de largo el núcleo «urbano», pero por suerte nos encontramos y entramos por la parte de atrás.

Tifariti

A Nayi, dentista del equipo, le encantaba plantar. Nuestra muñeca de arena ocre llevaba años plantando alrededor del mundo para ver florecer. Y, a principios de diciembre, puso unas semillas y unas teteras aquí y allá, las protegió del frío y germinaron silenciosamente y se convirtieron en once hermosas maletas llenas de donaciones de material e instrumental odontológico esencial para el empeño de nuestra labor.

Trabajamos en las clínicas odontológicas del hospital de Navarra en Tifariti y, a grandes rasgos, Jalisco (mecánico) y Juanma (dentista) pusieron a punto los sillones y la maquinaria; Ignacio (director del proyecto) y Estefanía (fotoperiodista) se encargaron de recoger material audiovisual con testimonios saharauis sobre el conflicto del Sahara; Nayi se encargó de reunirnos a todos y a dar las directrices de la organización y explicar las tareas y las precauciones a los «mortales de la Odontología»; Beatriz (higienista) puso en orden el material e instrumental; Neus (enfermera de neonatos), Patricia (auxiliar de oficial de notaría) y José Antonio (director de banca corporativa de una importante agencia financiera), más conocido entre nosotros como el «Doctor Bayeta», se responsabilizaron de mantener los espacios y el instrumental desinfectado y de auxiliar a los odontólogos. El Chej, coordinador de Tifariti, se encargaba de la recepción del paciente. Cristian, Abba, Ahmed y yo (dentistas) cogimos las riendas de la atención odontológica.

Teníamos la sensación de continuar con el trabajo desde el último día que estuvimos el año pasado, como si nada hubiera ocurrido entre medias.

Los rostros se sucedían uno tras otro sobre los sillones dentales. En el momento de la anamnesis les miraba fijamente a la cara para sacar la máxima información en sus expresiones. La vida pasa a través de estas personas dejando aquellas huellas que son cicatrices, arrugas, manchas, cataratas en los ojos… Y lo que observo es que, a pesar de sus sonrisas hospitalarias, aquellas profundas arrugas se pliegan entre el pasado y el futuro, y en lo más hondo de ellas, tocando su corazón y modificando su latido, se encuentra una grieta en carne viva que son los 2.700 km de muro, minas antipersona y ametralladoras automáticas que separan su tierra y la brisa del mar de la hammada.

Equipo de DentalCoop en el Hospital de Meheriz.

En la escuela nómada de Tifariti nos recibió el director a quien entregamos las donaciones que llevábamos de material escolar y libros. También cepillos y pastas, dando instrucciones de salud bucodental a las tres clases de 4 a 10 años.

Tras varios días trabajando en el hospital de Tifariti, recogimos y, camino a Meheriz, pasamos por Erqueyez para una pequeña visita cultural. Y es que la riqueza arquitectónica del pueblo saharaui reside en sus rocas, sus obras de arte, sus pinturas rupestres, sus monumentos son sus taljas (acacias) centenarias, como lo fue Um-chmel en los territorios liberados, las paradas de autobús son sus pozos y sus recursos son sus cabras y camellos. No ambicionan los fosfatos, ni siquiera si hubiera gas o petróleo, sino la brisa de El-Aaiún.

Meheriz

En la comisión odontológica anterior, de paso por Meheriz, pudimos comprobar las grandes necesidades de su población, por lo que en esta comisión decidimos que la atención a esta región sería prioritaria en nuestro programa.

Llegamos de noche al hospital pero decidimos acondicionar, levantar y organizar la clínica en lo que parecía la estancia de unos quirófanos, por unos lavamanos situados en la entrada de la sala.

Nos alojábamos en el cuartel militar de Meheriz que se encontraba a escasos metros del hospital. Al despertar nos adecentábamos rápido, y nos poníamos el pijama de trabajo. Esa mañana, la espesa niebla difuminaba los colores acuarela de aquel trozo de desierto encerrado en la lúgubre habitación que ocupaba el cuartel y el hospital. Estábamos en otra dimensión, más allá de esto no había nada.

Jaimas saharauis.

Pasábamos prácticamente medio día pasando consulta. Nos daban más de las 10 de la noche. La enorme luna llena se escondía intermitentemente entre las densas nubes que cubrían el cielo. Ascendí a una de las torretas de vigilancia de guardia de la entrada del níveo cuartel. Mi mirada descendió al entrever en sus vestimentas de superhéroes a Juanma y a Ignacio que volvían del hospital de Meheriz donde se habían quedado para terminar la última obturación del día. Cerraba los ojos y despertaba con Juanma a mi vera que me arropaba del frío del aeropuerto nacional de Argel rodeados de maletas. Ambos habíamos dormido muy poco por los preparativos del viaje. Abría los ojos y se encontraba a mi lado en la torreta, mientras Ignacio se reunía junto a los demás que, de forma distendida, reían al aire libre alrededor de dos teteras bajo el porche del patio del cuartel.

Tras largas jornadas de extracción de restos radiculares, quistes, granulomas y tratar fístulas cutáneas de origen dental, nos dimos buena cuenta de que era la perfecta metáfora de esta causa saharaui: crónica, olvidada, casi enterrada, pero siempre con la esperanza de encontrar un camino de salida.

Meheriz se componía de cuatro barrios y de una milla de oro de horario solar, no comercial. La escuela tenía 150 alumnos de 6 a 12 años, catorce de ellos eran nómadas y solo daban clases de lunes a miércoles, y los miércoles solo hasta mediodía. Así que hicimos la revisión bucal a 136 alumnos, y se les repartieron cepillos junto con las instrucciones de higiene oral. Para nosotros la prevención y la promoción de la salud era primordial.

El último día allí, el jefe militar de la región nos reunió oficialmente para despedirse y agradecernos con medallas de la bandera saharaui y distintos tipos de melhfas –vestido saharaui–.

Volvíamos ya de nuevo a los campamentos. El sol tostaba nuestra tez, la brisa relajaba nuestra piel y la arena exfoliaba nuestros poros. Alejándonos del sol, sentada junto a Jalisco, los dos como lagartijas en la pick-up del Toyota V6 y observando cómo se formaban los remolinos de arena tras nosotros, llegamos al asentamiento seminómada de jaimas –casas de campaña de lona– de la familia de Abba. Nos recibieron con una fogata. Ya anocheciendo se dibujaban hilos de fino hierro candente por encima del horizonte y las chispas de las brasas ascendían por encima. Mis compañeros pululaban alrededor del fuego relajados, jugando con los niños. Algunos dieron un paseo en camello (dromedario), otros se adentraron en el seno del rebaño en la más profunda oscuridad y, rodeados de aquellos majestuosos animales, con sus sentidos más agudizados, escuchaban cómo los recién nacidos se amamantaban y los pastores recogían leche fresca de camella. La misma vida ocurría allí.

Mientras Basiri, el secretario del Ministerio de Salud Pública, nos mostraba con maestría cómo se realizaba el pan de tierra, nos arreglamos con nuestras mejores galas saharauis para la boda entre Beatriz y Bamba. Todos los nazaranis –cristianos–pasamos la noche en la misma jaima resguardados del frío de la noche. Nos despertamos unos a otros entre risas y juegos y correteando en el interior.
El desierto matutino a finales de febrero olía a manzanilla.

Profesionales atendiendo a los niños de la Escuela Nómada de Tifariti.

Bajo unas taljas y entre duna y duna almorzando bocadillos de carne de camello, pregunté a Ahmed que qué opinaba sobre «la guerra», que era como una nube acechante sobre sus cabezas: «Hace 25 años optamos por la paz pero no nos ha servido para nada, solo nos ha traído más sufrimiento. No es nuestro deseo pero resignados ya es algo que todos sabemos, que es el único camino». En 1991 Marruecos y los saharauis firmaron un alto el fuego a cambio de un referéndum de autodeterminación y desde entonces aún siguen esperando.

Campamentos de refugiados de Tindouf

Era 27 de febrero, y se celebraba la fiesta nacional de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD), con un desfile militar y civil en Dajla presidido por Mohamed Abdelaziz, el secretario general del Frente Polisario (Frente Popular de Liberación de Saguía el Hamra y Río de Oro).

Sin avisar, se presentó la riah –tormenta de arena– donde el siroco forma un velo de fina arena que cubría el asfalto y la hammada. Y acabas por entender que lo único que permanece es el viento que, invisible y siempre en movimiento, lo cambia y lo mueve todo.

A pesar de que no había aparato tecnológico que resistiera aquello, allí estaba Estefanía llorando lágrimas de arena con la cámara en mano sin titubear frente a la riah y entre la multitud.

No había lugar en Dajla para refugiarnos de aquella tormenta de arena. Las casas de adobe de Smara y Dajla estaban derruidas como terrones de azúcar tras las inundaciones de octubre de 2015.

El silencio se comprimía en nuestro vehículo. Al día siguiente, en el Hospital de Rabouni por la mañana, Ignacio dio formación a dentistas y auxiliares saharauis.

En el hospital pasamos consulta y atendimos entre otros a un joven saharaui de las zonas ocupadas al que las autoridades marroquíes le habían dado una paliza por hacer una pintada, y había estado retenido seis meses en la cárcel. Tenía importantes secuelas orales. A los activistas de la zona ocupada se les considera como héroes entre la población por resistir a la represión a la que son sometidos en su propia tierra. Sin embargo, él nos relataba con orgullo cómo veía que sus hermanos eran héroes por poder sobrevivir en esas condiciones en los campamentos tantísimas décadas sin desfallecer.

Neus, enfermera de neonatos, fue a los campamentos de Auserd para dar una presentación sobre cuidados al recién nacido sano y repasar la reanimación cardiopulmonar neonatal básica a enfermeras matronas y pediátricas.

En primer lugar, fue la identificación de necesidades: la báscula no funcionaba y no hacían la profilaxis ocular de la conjuntivitis neonatal por falta de colirio específico.

Las diferencias culturales no influían mucho en las primeras horas, y lo único que había que tener en cuenta era vigilar que las madres no les dieran de beber agua con azúcar o infusiones.

Aquel día, mientras tanto, Jalisco nos orquestó una comida de lujo donde su amiga, la chef Maila, nos preparó en su modesto hogar en Smara el mejor cuscús que había probado en mi vida. No tienen nada, pero te lo ofrecen todo.

El sol desaparecía entre escombros y viejos neumáticos. Aquellos que tienen algo están mejor, los que no tienen nada, son devorados por el espejismo.

Me sentía realmente afortunada de haber podido ser testigo del brotar de tantas flores en el desierto. Y ya, de regreso a casa, al lavar el turbante azul marino que uno de mis compañeros me regaló, como otra flor del desierto más, comenzó a desangrar tinta de poesía saharaui.


Dedicado a Luis de la Macorra, fallecido el 26 de febrero de 2016 en Madrid, mientras yo realizaba este viaje al Sahara.
Por transmitirme esa pasión incombustible por la Odontología. Por sacarme siempre unas risas con aquellos chistes «malos» que me contaba una y otra vez. Por sus cálidas palabras de apoyo que me han acompañado a lo largo de los años. Por asistir a mi graduación cuando ya casi no podía ver.
Aún cierro los ojos y puedo recordar aquel día tan luminoso de diciembre de uno de mis primeros años de universidad. Nos conocimos junto a sus amigos en aquella gran habitación sin cartel que ahora es un museo a su nombre.
Luis, profesor, amigo, confidente. DEP.

Autores

Odontóloga. Voluntaria de DentalCoop.

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